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El mar

Estado de las calles aledañas al Puerto de Santander tras la explosión del 'Cabo Machichaco'.

Miguel Ángel Chica

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La explosión tuvo lugar alrededor de las 16.45 horas. En ese momento, según la certeza del agente de aduanas Nicolás Benítez y según una de las principales hipótesis que se manejó más tarde, durante la investigación llevada a cabo por las autoridades, uno de los cientos de golpes sobre el casco del buque acabó desestabilizando la nitroglicerina de las bodegas. La proa y los entrepuentes se desintegraron en una columna de hierro, fuego, gas y agua que ascendió irradiando destrucción desde el Machichaco a la ciudad. La onda expansiva sacudió la bahía. La tierra tembló. En Maliaño una ermita medieval colapsó sobre sus cimientos. El barco se levantó sobre la superficie del agua, ingrávido, como hecho de papel. La popa se hundió, liberada del contrapeso de la proa, que ya no existía. Los fragmentos del buque siguieron una trayectoria parabólica y cayeron sobre calles y tejados en un radio de centenares de metros.

En Peñacastillo, a ocho kilómetros de la explosión, se encontró uno de los calabrotes del buque.

En una fracción de segundo murieron los capitanes Facundo Léniz, del Cabo Machichaco, y Francisco de Jaureguizar, del Alfonso XIII; el comandante del puerto, Pedro Domengue; el gobernador civil, Manuel Somoza de la Peña; el marqués de Pombo, los concejales, los jueces, los fiscales, los secretarios, los ayudantes, los marineros, los bomberos, todo el que se encontraba en las barcas abarloadas contra las amuras, el agente de aduanas Nicolás Benítez, abandonado a su clarividencia, los marineros Mazón y Ordóñez y el resto de la tripulación asignada a las tareas de extinción del incendio en la proa del buque. Ninguno de ellos llegó a tener conciencia del horror que se abatía sobre la ciudad. 

El bastón de mando del gobernador civil apareció días después en la playa de San Martín.

Los hombres que se encontraban en la popa del Machichaco fueron víctimas de la onda expansiva, arrojados a la muerte con los tímpanos perforados, los pulmones rotos, las aortas quebradas, destruidos por dentro debido al aumento brusco de la presión de los gases en las vísceras, trizados por la metralla y arrastrados por la tromba de agua que la deflagración levantó contra la ciudad.

En el tejado de unos almacenes fueron halladas dos piernas humanas ligeramente carbonizadas.

Las tripulaciones íntegras del Cabo Machichaco, el Alfonso XIII y el Vizcaya se contaron así entre los primeros náufragos de la pesadilla. Un centenar de hombres que solo unos minutos antes iban y venían por la cubierta del buque concentrados en sus tareas, en sus intimidades y sus futuros diversos, desaparecieron en un arrebato de violencia inconcebible que no les concedió la mínima oportunidad de salvar la vida. 

Desde la explanada del puerto la explosión se experimentó como una tiniebla súbita seguida de un estruendo ensordecedor. La multitud vio como el espacio alrededor del Machichaco se alzaba como una criatura viva reduciendo la realidad a una nube de polvo y metal que era todo cuanto parecía existir en el mundo, un demonio furioso que se levantó sobre el agua recorriendo en un parpadeo la distancia entre el buque y los muelles.

El sonido de la detonación llegó casi al mismo tiempo que sus consecuencias. Algunos, muy pocos, murieron como resultado del encuentro con la onda expansiva, que hizo temblar los edificios y quebró los cristales de las ventanas. Otros, la mayoría, fueron despedazados por los miles de fragmentos de metal que barrieron el espacio colmado de cuerpos. El trueno que envolvió a la muchedumbre convirtió a los espectadores del incendio en parte central de la tragedia. Los arrojó contra los edificios, como guiñapos. En la incredulidad, la desesperación y la angustia muchos se arrojaron al mar y perecieron ahogados. 

Los que corrían para ponerse a salvo tropezaban una y otra vez a consecuencia del temblor de tierra. 

Al intentar levantarse después de una caída el práctico Zacarías Bustamante encontró que ya no le quedaban fuerzas para separarse del suelo. Se tendió sobre la espalda, miró hacia sus pies y descubrió que su pierna derecha pendía de un delgado filamento de músculo. Murió murmurando oraciones, pálido por la pérdida de sangre, sucio de lodo, convencido de que los extraños de buena voluntad que se acercaron para socorrerlo eran diablos que venían para retenerlo en los infiernos.

La carga de los entrepuentes destazó huesos, desencajó extremidades, el hierro candente entró sin oposición en los cuerpos. Los heridos se desangraban sin pronunciar palabra, conmocionados, con los labios apretados y fríos.

Quienes alcanzaron a sobrevivir habrían de recordar la escena por el resto de sus vidas. Los cadáveres, la sangre, los miembros mutilados, los gritos de los que agonizaban, el pánico, el terror, el mar anegando la explanada, entregando a la tierra más muertos, la impotencia, las invocaciones, los desmayos, la nube de polvo y escombros que ocultaba la luz del sol, el destrozo inaudito, la penumbra, el calor intenso, el sudor, la herida inmensa.

La desgracia se extendió espoleada por casualidades truculentas. Parte de los restos del barco fueron a caer sobre un tren que salía de la estación en dirección a Solares, provocando numerosas víctimas imprevistas. En las inmediaciones de la catedral cayeron varias decenas de vigas de trescientos kilos cada una que habían estado almacenadas en los entrepuentes del buque.

La sacudida y los temblores de tierra duraron apenas unos minutos. Para los que se encontraban en la explanada y quedaron en pie cuando se asentó el polvo la explosión fue un intermedio eterno en vidas que nunca volvieron a recuperar la inocencia previa a la visión del horror en su destilación más pura y dolorosa.

En las calles cercanas al puerto se amontonaban los escombros, testigos silenciosos de la tragedia: anclas, escotillas, mamparos y planchas que horas antes formaban parte del casco del buque, carromatos reducidos a astillas, cristales rotos, ropa ensangrentada, ceniza, barro. A la salida de los muelles un enorme caballo muerto impedía el paso de quienes buscaban refugio en las iglesias, en los portales, en cualquier hueco que ofreciera protección contra el cataclismo.

Varios edificios de la calle Méndez Núñez se vinieron abajo como consecuencia de la explosión. Otros ardieron. También en la calle Calderón de la Barca se declararon numerosos incendios. El Depósito de Tabacos, la Audiencia y el convento de San Francisco se quemaron junto a otros sesenta edificios. El fuego ardió durante una semana.

Cuando los supervivientes abandonaron la explanada y los muertos quedaron solos en el espacio de su último aliento se empezó a conocer el alcance de la catástrofe. Los periódicos publicaron cifras estremecedoras: 590 personas perdieron la vida y más de 2.000 resultaron heridas en los sucesos que siguieron a la explosión del vapor Cabo Machichaco el 3 de noviembre de 1893. Se calcula que al menos 300 de las víctimas murieron en el acto y el resto lo hicieron durante los días siguientes, a consecuencia de las heridas. 

Las llamas en la noche del 4 de noviembre apuntalaban el horror con su luz macilenta. Los carromatos transportaban a los muertos hasta la casa de socorro y el hospital de San Rafael. Los supervivientes buscaban a los desaparecidos. Los llamaban por sus nombres y en el precipicio de la madrugada los nombres se perdían sin respuesta. 

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[La cronología de los acontecimientos, los nombres de los personajes y los hechos narrados en esta historia novelada son reales y el autor recrea las conversaciones y los detalles en este reportaje especial por el 130 aniversario de la explosión del vapor 'Cabo Machichaco' en Santander].

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